Nuestros
rituales de placer y amor eran seguidos sin unas reglas fijas, cada encuentro
tenía una hora de inicio, de final, pero lo que ocurría en ellos no estaba
predeterminado ni escrito en nuestras mentes, nos dejábamos llevar, la sorpresa
era constante, igual un día hacíamos el amor furiosamente, otros plácidamente,
otros dominabas tú y yo sumiso me dejaba hacer placenteramente, otros era a la
inversa y en la mayoría todos los ingredientes se mezclaban en un coctel
explosivo donde el tú y el yo era lo importante, lo único, lo inigualable, nada
del exterior nos importaba, el mundo se paraba para nosotros y por nosotros, el
terremoto, el tsunami, la tormenta, el relámpago ocurría entre nosotros con
descargas placenteras de caricias, besos, lamidos, palabras, jugos, olores,
sabores y sensaciones indescriptibles que sólo tú y yo nos sabíamos dar porque
ese era nuestro sino, nuestro fin gozoso, nuestra vida, nuestra muerte. Había,
en cambio, un rito que siempre repetíamos y que será para siempre muestra de
nuestro paso por los distintos lugares que fueron testigos de nuestra pasión,
complicidad y amor: Antes de irnos, de decirnos adiós dolorosamente, porque nunca
sabíamos cuando iba a ser el siguiente encuentro y con la congoja que eso nos
suscitaba y aún desnudos, cogíamos uno de los cuadros que decoraban las
habitaciones de hoteles, de casas prestadas, de… y con la barra de labios que
siempre te acompañaba escribíamos tras él:
“Aquí fueron felices, estas paredes los
saben, M y A”
Esa ruta del placer supremo está escrita, como prueba perenne, guía que sólo tú
y yo sabemos y que yo moriría por hacer de nuevo. Recorrido indescriptible, que
ahora parece un sueño, que fue real, vivida y gozada. Ahora la lloro porque la
deseo. Te deseo más que nunca.